Hace tan solo cuatro décadas, en un domingo como hoy de fines de octubre, nuestro país votaba para reiniciar su senda democrática. Los recuerdos de aquellos eventos son, cada día más dulces.
La primavera mostraba sus brillos en el cielo de aquel último domingo de octubre, mientras las pesadillas argentinas parecían estar finalmente dando paso a las esperanzas de un nuevo despertar Democrático. La dictadura más sangrienta que había atravesado el país se despedía para siempre, luego de haber hundido hasta los infiernos más profundos a la patria que supuestamente había venido a salvar. De todos modos, ese año sería recordado en el futuro no por ser el último del gobierno de facto, sino por ser el primero de la nueva Democracia, aunque hayan sido tan solo tres semanas las que se ocuparon de aquel mil novecientos ochenta y tres con un gobierno electo por el pueblo. Pero entre tanto, ese penúltimo día de octubre se elegía presidente; y mientras el ejército custodiaba a las escuelas en un operativo de seguridad que parecía no tener precedentes, la ciudadanía se trasladaba con paso firme, y con su esperanza agarrada fuertemente al documento de identidad, hacia el sitio en el que el padrón electoral le indicaba que debía acudir a emitir su voto.
Tan solo dos domingos antes de esa elección, y mientras el Día de la Madre desparramaba su dulzura a lo largo de todo el país, el kilómetro cero de San Rafael, en el sur de Mendoza, esperaba al mediodía, atestado con más de veinte mil almas que se habían acercado a la esquina de las avenidas Yrigoyen y San Martín, para escuchar al candidato que más parecía estar conectando con las necesidades del pueblo de la Nación. No solo estaban dando el presente ese día los locales: muchas personas se habían trasladado desde distintos puntos de la provincia para acudir a ese acto que prometía (como ya había ocurrido en el evento anterior y como seguramente ocurriría en el próximo) alimentar a los espíritus de quienes allí se encontraran impregnándolos de verdades y de anhelos. En el lugar, militantes del partido que pretendía ser garante de la renaciente Democracia repartían rosas entre las madres presentes, a la espera de que el candidato a presidente llegara para declamar frente la ciudadanía sus propuestas y sus sueños, y de remate, recitarles parte del Preámbulo de la Constitución Nacional. “Qué pedazo de acto” declaró uno de los asistentes mientras se acomodaba su boina blanca, ante la mirada cómplice del resto de los presentes que afirmaban con la cabeza que sí, que lo era: nunca se vio en ese departamento, hasta la fecha, un encuentro partidario con tanta gente. Entre los miles de sanrafaelinos que acudieron al evento estaban el Gallego y el Flaco, dos adolescentes que habían intentado días antes, sin éxito, afiliarse en el comité central del partido: los mandaron de vuelta con la cola entre las patas porque eran menores de edad, pero igual querían participar, porque todos querían participar, todos necesitaban participar.
La Democracia invitaba a ser parte de ella, y los miedos se escondían mientras las ilusiones pintaban carteles en cada una de las paredes que se les cruzaban por el camino. De todos modos, un par de años después y el mismísimo día en que el Flaco cumplió los dieciocho, el Gallego le cayó a la escuela con la ficha de afiliación, por cuadruplicado, para que ni tan siquiera por un día pudiera decirse en el futuro que los pibes se demoraron en ser parte.
Aquel Día de la Madre, y con la Democracia prometiendo a los presentes darles de comer, curarlos y educarlos, se selló un pacto que comenzó a hacerse efectivo en las urnas dos semanas después, el domingo de las elecciones. Y cuando ya el año se estuviera despidiendo, y no casualmente en el día internacional de los derechos humanos, asumiría la presidencia del país aquel candidato que ese domingo a mediados de octubre había lanzado al aire una paloma blanca para dar por concluido el acto en el sur de Mendoza. Desde ese mismísimo día, la naciente Democracia iba a tener que soportar canalladas de todas las calañas, incluidos los discursos de pájaros de mal agüero que aseguraban que, como había ocurrido en los últimos cincuenta años, una vez más un golpe de estado iba a interrumpir el mandato del presidente. La sociedad atravesó lo que quedaba de esa primera mitad de los ochenta entre el miedo al regreso de los militares y el estupor que generaba el irse enterando de las atrocidades que se habían cometido en el pasado cercano. Pero en contra de las desesperanzas el presidente cumplió, como nunca antes ni nunca después se hizo en ningún otro lugar del planeta, con propiciar y garantizar el enjuiciamiento y condena de los principales responsables del genocidio que segó la vida de treinta mil habitantes del país, aunque los sospechosos de siempre insistieran porfiadamente en que no eran tantos: como si algunos miles de desaparecidos fueran aceptables, como si tan siquiera un solo desaparecido fuera aceptable, como si un genocidio declarado como menor de lo que realmente fue pudiera mermar la responsabilidad de ese Estado que secuestró, torturó y asesinó.
Las décadas pasaron, mientras el siglo y hasta el milenio dejaban paso a una nueva era; la Democracia se dejó de escribir con mayúscula y se convirtió en algo tan cotidiano como el aire que se respira y por eso, aunque fundamental, empezó a dejar de salir de las bocas de los habitantes del país: el aire y la Democracia están ahí, son cosas que se dan por hechas, que al parecer no es necesario defenderlas. Pero nunca se sabe. Quizá vaya ya siendo hora de poner a esa palabrita de vuelta con mayúsculas, aprovechando que está por cumplir los cuarenta, y que los achaques de la edad la obligan a sobrevivir con paracetamoles y omeprazoles. Tal vez debamos aceptar que, aunque a veces le crujan las coyunturas o la acidez le retuerza las tripas, hasta la fecha ha sido una buena Democracia, aunque nos empeñemos una y otra vez en echarle la culpa de las argentinidades que nosotros mismo nos causamos. Quizá se merezca otra oportunidad.
* Pablo R. Gómez, escritor autopercibido