Si habrá sido grossa la que armó, que a 50 años de su muerte todavía siguen colgados de sus guirnaldas.
Por: Alejandro Borensztein Para: Clarín
Cada tanto hay que hacer una pausa y salir del pequeño debate cotidiano. Por un domingo dejaremos de lado la lucha de Milei contra el comunismo mundial, la tenacidad del kirchnerismo para insistir en el fracaso y demás delicias de nuestra miserable vida política.
Este lunes se cumplen 50 años de la muerte del General Perón y, curiosamente, su figura sigue siendo central en la vida política argentina. Es raro, pero es así.
De hecho, en el debate del miércoles por la Ley Bases, viendo que la tenían perdida, los diputados kirchneristas sacaron sus celulares a la madrugada y pusieron en altavoz la marcha peronista, demostrando una vez más la estatura política de Máximo y sus feligreses.
Tuvo que pararles el carro el presidente de la Cámara que se llama Martín Menem y que solo podría tener un apellido más peronista del que ya tiene si se llamara Martín Duarte de Perón.
Seguramente hoy Cristina saldrá por alguna red social a contarnos cuánto admiraba a ese General al que ella misma definió como “un viejo de mierda” según relató Antonio Cafiero y reveló Julio Bárbaro.
En este contexto, amigo lector, vale rescatar algunas memorias personales pese a que en cierto modo ya fueron publicadas.
Mi recuerdo sobre la muerte de Perón arranca al mediodía de ese 1 de julio. El timbre de salida del Colegio Carlos Pellegrini tocaba 12:05, o sea que serían las 13:00 cuando iba en el 102 rumbo a mi casa. Esa horita, entre las 12 y las 13, la pasábamos fumando y tomando cafecito en la esquina, que era lo que solíamos hacer todos los líderes revolucionarios con 15 años cumplidos.
Llegué tipo 13:30 y encontré a mi viejo frente al televisor. Los tiempos calzan perfecto porque a las 14:00 Isabelita anunciaba por cadena nacional la muerte de Perón. Puchereaba. Al lado estaba López Rega y atrás el resto del gabinete. Una síntesis del porvenir.
Al día siguiente, nos juntamos en la puerta del Pellegrini para marchar hacia el velorio en el Congreso. Yo nunca fui peronista, pero no me quería perder el momento histórico. La vida era pura política.
Arranqué el secundario con Levingston. Por entonces, el rector te esperaba en la puerta del colegio y te revisaba la nuca para ver si la distancia entre el pelo y el cuello de la camisa era la apropiada. Si no, te mandaba a la peluquería. No lo nombro para no avergonzar a sus descendientes. De ahí, pasamos sin escalas al Tío Cámpora, con la JP al frente del colegio.
La política fue el eje de nuestra adolescencia. Casi tanto como las minas. De hecho, si no leías a Cortázar, Benedetti o Galeano, no te levantabas ninguna. Teníamos brazos finitos y hombros angostos. No había ni gimnasios, ni deportes, ni nada. Pectorales y bíceps ya habían sido desterrados en el Mayo Francés. El único de la división con aspecto atlético traía un bolso con raquetas cuando todavía no había aparecido Vilas y a nadie se le ocurría jugar al tenis. Un exótico. Podría haber ganado Wimbledon y, aun así, las minas no le hubieran dado bola. Pensábamos que los piolas éramos nosotros. Hoy ese muchacho debe ser el único de la camada que no está tomando la pastilla para el colesterol.
La cuestión es que la columna del Pellegrini marchó hacia el Congreso por la calle Paraguay hasta Paseo Colón, donde se sumó a una cola interminable que seguía hasta la Plaza de Mayo, subía por Avenida de Mayo y terminaba en la capilla ardiente.
Llovía y hacía un frío de la ostia. Por suerte la cola avanzaba rápido: desde el Pellegrini hasta el Congreso le pusimos… dos días!
Por el frío, el hambre y otras calamidades, la columna del colegio se fue diezmando y cuando llegamos a Plaza del Congreso, habían desertado hasta los mismos peronistas. Sólo quedábamos cuatro: mi amigo Claudio, yo, y dos chicas, Rosa y Adriana, con las cuales íbamos abrazados, no por calentura adolescente, sino porque estábamos helados y mojados hasta los huesos.Lluvia, frío y cola interminable. Así fue la despedida del General.
Nos abrigábamos con diarios que íbamos comprando por el camino. El diario “Noticias” de Bonnaso, Walsh y Verbitsky clausurado rápidamente por Isabel y López Rega. El diario “Crónica” de García que también lo cerraron al toque, y el diario “La Opinión” de Jacobo Timerman, luego también clausurado por aquella bandita de fascistas.
A la altura de Paraná y Rivadavia vi pasar el 102 y pensé: “¿Que hago yo acá, cagándome de frio desde hace dos días si ni siquiera soy peronista?” Calculando que todavía nos faltaban varias horas más de cola, decidimos abandonar juramentándonos que jamás confesaríamos aquella claudicación. Tantos años después, he decidido romper el juramento. Tampoco fue una mentira tan grave. Peor eran las de Massa.
Todo esto sucedió mientras se jugaba el Mundial de Alemania 74. Aquella Argentina de Perfumo, Brindisi, Quique Wolff y el ratón Ayala, entre otros, arrancó perdiendo contra Polonia, empató con Italia y, después de golear a Haití, pasó de milagro a la segunda fase que se jugaba en grupos. Allí nos bailaron los holandeses 4 a 0, nos ganó Brasil 2 a 1 (golazo de Brindisi de tiro libre) y terminamos jugando el famoso partido fantasma contra Alemania Oriental. Digo fantasma, no sólo porque el duelo por Perón impidió la transmisión y jamás vimos ni el partido ni los goles ni nada, sino porque encima jugamos contra un país que ya no existe más.
En aquel Mundial los alemanes jugaban con dos equipos: Alemania Occidental (capitalista) y Alemania Oriental (comunista), que en realidad se llamaba Alemania Democrática (rara manera de llamar a un país cuyos habitantes, para poder salir de viaje, primero tenían que dejarse fusilar).
Si bien el Mundial lo terminó ganando Alemania Occidental, en la fase de grupos las dos Alemanias se enfrentaron y ganaron los comunistas por 1 a 0. Los hinchas se volvieron a la parte comunista en viejos bondis custodiados por la Stasi, felices y cantándole a los occidentales: “mirá, mirá, mirá, sacale una foto, se van en el Mercedes con el culo roto”. Dicen que los occidentales cantaban: “bolche, decime qué se siente, detrás del muro de Berlín” pero no hay pruebas. Así era el mundo cuando se fue el General.
Con Perón muerto se vino la noche. En el país y en mi casa. López Rega y sus muchachos intervinieron todos los canales de televisión y mi viejo Tato fue inmediatamente prohibido. También Mirtha.
Intervinieron la UBA y decretaron asueto administrativo hasta fin de año. Mi colegio, que dependía de la Universidad, cayó en la volteada.
El interventor que pusieron en la UBA se llamaba Alberto Ottalagano. Solo para tener una idea del personaje, el tipo había escrito un libro que se llamaba: “Soy fascista, ¿y qué?”. La tapa era él mismo saludando con el brazo derecho extendido. Posta.
Ya circulaban por Buenos Aires los primeros Falcon verde sin chapa y el país se transformó en el campo de entrenamiento de lo que vendría después. Las bandas paraestatales salieron a la calle. ¿Las había organizado Perón o estaban esperando su muerte para empezar a laburar? Debate no resuelto.
Duda histórica: ¿Por qué nunca le tocaron el timbre a Isabelita en Madrid para homenajearla por haber inaugurado el terrorismo de Estado en la Argentina? Mejor no preguntar.
El 1 de Julio de 1974 se fue Perón. Todo lo demás vuelve una y otra vez.
Fuente: Clarín