Por: Federico Sturzenegger Para: Clarín
El autor y ministro sostiene en esta columna que la transformación del Estado no es un recorte sino una reconstrucción moral. “Desregular no es abrir la puerta al caos; es cerrar la puerta a la arbitrariedad”.
Qué es desregular? ¿Qué es transformar? A veces las preguntas más simples son las que mejor revelan la profundidad del problema. Durante décadas, la Argentina vivió encapsulada dentro de un ecosistema normativo que parecía diseñado no para ayudar, sino para vigilar, frenar y domesticar la energía creativa del país. Una red tan densa, tan pegajosa, que terminó convirtiéndose en nuestra verdadera frontera interna: un límite intangible, pero más infranqueable que la Cordillera.
Cuando asumimos el compromiso de acompañar la visión del presidente Javier Milei de liberar a la Argentina, sabíamos que nos enfrentábamos a dos batallas en simultáneo. Una externa, visible en el día a día de los argentinos, hecha de papeles, decretos, sellos y normas que se acumulaban como capas geológicas de un Estado hipertrofiado. Y otra interna, cultural, mucho más ardua: la de cambiar el chip de los argentinos, reprogramar décadas de dependencia emocional y conceptual respecto de un Estado que prometía resolverlo todo, pero que en la práctica no sólo se dedicó a impedir casi todo, sino que era una máscara detrás de la cual se ocultaban innumerables privilegios y kioskos.
La primera de estas batallas —la normativa— fue, en cierto sentido, la más fácil de abordar. Estaba ahí: una montaña de reglas que no regulaban, sino que impedían. Una colección infinita de exigencias que convertían cada inversión en un vía crucis administrativo; cada pequeño emprendimiento, en un acto heroico; cada innovación, en una sospecha. Argentina había naturalizado lo absurdo: pedir permiso para pedir permiso. El entramado incluía, por momentos, una pirámide insólita de normativas que empezaba en una ley, seguía con un decreto reglamentario de esa ley, luego con otro decreto reglamentando el reglamentario, y así sucesivamente en una cadena inabarcable.
Desregular, entonces, no fue remover controles caprichosamente. Fue sacarle el lastre a un país que había olvidado cómo correr. En todos los rincones de la función pública encontramos un grillete que anclaba, inmóviles, a los argentinos. Una piedra en el zapato de cada emprendedor, de cada proyecto, de cada idea de progreso. Se daba el absurdo que los argentinos no nos decían que fuera difícil producir buenos productos o colocarlos en el mercado, lo difícil era sortear los obstáculos que le ponía el gobierno.
Pero la segunda batalla, la cultural, creo que es la realmente definitoria. Porque ningún cambio estructural puede sostenerse en el tiempo si no se transforma la cabeza de quienes lo habitan. Argentina llevaba décadas atrapada en un ecosistema de incentivos que premiaba el privilegio, castigaba la libertad y confundía derechos con prebendas. La casta política, empresarial y sindical supo administrar ese universo discrecional donde el estancamiento era negocio para pocos y tragedia silenciosa para muchos.
Liberar al país implica romper esa narrativa. Obviamente es incómodo para los pocos ruidosos que ven sus privilegios en peligro. Pero, en algún punto, también lo es para el resto. Porque la libertad incomoda. Porque la autonomía genera vértigo cuando uno ha vivido años apoyado en un andamiaje artificial. Es como si hubiéramos vivido en una jaula por muchos años pero de la que no nos animamos a salir aunque la puerta esté hoy abierta.
Pero la dirección es clara: los argentinos eligieron cambiar, sin atajos, sin maquillaje. Nos pidieron que enfrentáramos la raíz del problema. Porque estábamos perdiendo a nuestras familias. Dos millones de nuestros hijos ya se habían ido. Y no queríamos ni podíamos tolerar como sociedad que esa herida siguiera creciendo. Y lo hicimos. Lo estamos haciendo.
Estos dos años dejaron lecciones profundas. Una de ellas es que la transformación del Estado no es un recorte: es una reconstrucción moral. Desregular no es abrir la puerta al caos; es cerrar la puerta a la arbitrariedad. Un Estado que dice menos, se mete menos, pero hace mejor; y sobre todo, que no hace para que el argentino pueda hacer en libertad. Deja de ser protagonista invasivo para convertirse en garante de reglas claras, horizontales y estables.
Verificamos algo extraordinario: cuando uno libera la energía de la sociedad, la sociedad responde. Donde antes había miedo, apareció la creatividad. Donde antes había trámites eternos, florecieron proyectos. Donde antes había una economía que parecía moverse en cámara lenta, empezamos a ver señales de dinamismo, inversión, riesgo y futuro.
A esta transformación que emprendimos aún le falta mucho. Ninguna sociedad que estuvo tanto tiempo atrapada logra rearmarse de un día para el otro. Pero, por primera vez en mucho tiempo, Argentina dejó de caminar en círculos. Salimos de la lógica del parche, del “mientras tanto”, del simulacro de cambios que no cambiaban nada. Encaramos una transformación real, estructural, profunda. Y los argentinos la están acompañando.
El país ya lo percibe. Lo siente en la recuperación de la confianza. En la convicción de que el esfuerzo vuelve a valer. En la idea —todavía tímida, pero creciente— de que podemos proyectar una Argentina a largo plazo.
Lo que viene es una Argentina más libre, más dinámica y más justa. Una Argentina donde el mérito no es una palabra incómoda, donde la innovación no es tímida y donde el progreso deja de ser una excepción para convertirse en norma.
Trabajar junto al gran equipo que conformamos en el Ministerio de Desregulación y Transformación del Estado es, para mí, un honor inmenso. Pero nuestro trabajo es imposible sin el liderazgo y convicción que cada día muestra nuestro Presidente Javier Milei. Él nos ha trazado un rumbo claro que es el que nos permite como gobierno producir los avances que ya se han visto y los que vendrán. Pero como dice Javier, el verdadero logro no es institucional ni personal: es cultural. Argentina se está reencontrando con su mejor versión. Se está animando a soñar. Empieza a creer. Eso, después de tantos años, es en sí mismo una revolución. ¡Viva la libertad carajo!
Fuente: Clarín
