El recuerdo de una figura ejemplar en la gestación y construcción de nuestra patria, a 204 años de su muerte.
Por: Ricardo de Titto. Para: Clarín
Su vida fue la de hombre público al servicio de “la patria”, en la colonia, primero, en la lucha por la independencia, después, por la soberanía, siempre. Con 40 años obró casi como fiel de la balanza en la Primera Junta: los tres mayores superaban los 50 y los dos más jóvenes, Larrea y Moreno, apenas pasaban los 30. Pero a poco de andar dejó los (in)cómodos sillones de gobierno y, versátil, se improvisó como jefe militar rumbeando hacia el Norte en Paraguay y el Alto Perú, y fungiendo luego como diplomático en Europa, porque así lo reclamó la hora.
Lo sostenían claridad de principios y objetivos, sólidos saberes profesionales, desprendimiento y, además, experiencia en conducción de proyectos y en la negociación, “arte” de la política: administración pública con rendición de cuentas –memorias anuales y públicas–; asociación –el famoso “carlotismo”– y periodismo y dominio de idiomas, configuran una personalidad destacada que, según las circunstancias, conjuga al intelectual con el hombre de acción. Así, de leal reformista borbónico devino en un insurgente, siempre moderado.
Fueron sus fuentes la ética y la razón del sabio iluminismo de los Voltaire, Franklin, Rousseau y Kant, que fundan los valores de la modernidad. Llega a España con 16 años y cursa ocho temporadas universitarias. Bachiller en Leyes por Valladolid en diapasón con la Revolución Francesa, en 1790 es presidente de la Academia de Derecho Romano, Política forense y Economía política –una placa lo recuerda en Salamanca– y es autorizado por el papa Pío VI a leer “libros prohibidos”.
En 1793, Carlos IV lo designa secretario del Consulado de Buenos Aires y el joven Manuel publica su traducción de “Máximas generales del gobierno económico de un reino agricultor” del liberal-fisiócrata François Quesnay.
En 1797, el virrey Melo lo nombra capitán de las milicias urbanas mientras él, desde el Consulado, impulsa la educación pública mediante dos vertientes, las escuelas de Dibujo y Náutica y el apoyo a la prensa auspiciando los primeros periódicos, el Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiográfico del Río de la Plata y, con Vieytes, el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio. Cuando toca la hora de las armas contra los británicos es sargento mayor del regimiento de Patricios y, para no jurar obediencia a los invasores, se fuga a la Banda Oriental llevándose los sellos consulares.
Belgrano es el principal economista del Plata: “Que no se oiga ya que los ricos devoran a los pobres y que la justicia es solo para aquéllos”. Su guía es ser fiel a lo que le fuera dictando la comunión entre su percepción de la situación con una debida respuesta ética: “No busco el concepto de nadie, sino el de mi propia conciencia, que al fin es con la que vivo en todos los instantes y no quiero que me remuerda”.
Así, fue terminante cuando en la víspera del 25 de mayo, en lo de los Rodríguez Peña donde se nominó a la Primera Junta –según relatos, juró a la patria y a sus compañeros presentes que “si a las tres de la tarde del día siguiente, el virrey no renunciaba, a fe de caballero él lo arrojaría por la ventana de la Fortaleza”.
La congruencia entre el deber y el hacer se manifiesta también en sus dos osadas rebeldías que concluirían por ser decisivas para el curso de la independencia: la creación y jura de la bandera nacional y la decisión de presentar batalla en Tucumán contraviniendo en ambos casos las indicaciones del poder político; la desobediencia es parte de esa moral basada en la necesidad de la lucha franca que impone abandonar formalismos. En agosto de 1812 dispone el “éxodo jujeño”; en septiembre, presenta batalla en Tucumán, y en febrero del ’13, en Salta, bautismo de fuego y sangre de la insignia blanca y celeste creada por él un año antes en las barrancas del Rosario. Esas acciones cambiaron la dinámica que era favorable a la contrarrevolución en toda América, “blindando” en adelante la mayor parte de las Provincias Unidas.
Con San Martín –“Belgrano es lo mejor que tenemos en la América del Sur”– será entonces “políticamente incorrecto”, aunque valorara con firmeza la defensa de la autoridad y la disciplina. Igual que Don José tenía ideales monárquico-unitarios al punto que enfrentó las disidencias federales, luchando contra caudillos como los artiguistas del Litoral o el santiagueño Borges que pagó con la vida su reclamo de autonomía. Concluyamos que obró con probidad y según sus creencias y opiniones; en todo caso, la historia lo juzgaría: “No hallo medio entre salvar a la patria o morir con honor”.
De modo que Don Manuel tiene asegurado un lugar de privilegio como integrante en esa heterogénea galería de “padres de la patria” –emergentes de una sociedad patriarcal–, generación que entregó su vida e incluso sus bienes, por la causa americana: “Sirvo a la patria sin otro objeto que el de verla constituida, ese es el premio al que aspiro”.
¿Un hombre perfecto? Imposible ¿Coherente? Claro que sí, y con la debida cuota de pragmatismo. ¿Consecuente? Sin duda; un tipo serio. En síntesis, un “hombre de bien”, frase que admite múltiples definiciones aunque, por cierto, resulta difícil resumirla en individuos que apliquen.
Mejor es que él mismo resuma sus convicciones: “Método, no desorden; disciplina, no caos; constancia, no improvisación; firmeza, no blandura; magnanimidad, no condescendencia”.
¿Que falleció pobre y en el olvido? Las revoluciones, es sabido, son devoradoras de hombres… mayor razón aún para recoger su memoria y ejemplo a 204 años de su muerte.
Ricardo de Titto es historiador.