Inmigrantes en viaje a Mendoza, con angustias y esperanzas como equipaje
Hace ya más de un siglo, miles de personas llegaron a nuestra provincia en busca de su destino. Aquí las esperaban algunos crecientes oasis en medio del desierto, ávidos de mano de obra. El presente texto es una pequeña parte de la novela “Los Herederos del Nuevo Siglo”, convertido en cuento breve.
Foto: MDZ
El siglo veinte estaba recién completando su primera década, ajeno a las urgencias de los obreros que subían a uno de los últimos vagones del tren y se acomodaban como podían entre sus pertenencias. Un silbido largo y agudo anunció que era la hora de partida, y la formación empezó a moverse, dejando lentamente atrás en primer lugar a la estación terminal, y luego, poco a poco, a la ciudad de Buenos Aires. Llamó poderosamente la atención de Rafael la diferencia entre esta partida y la que habían tenido
desde el puerto de Málaga, en barco, hacía menos de un mes atrás. En aquella ocasión, familiares y habitantes de la ciudad saludaban con alegría a los viajeros; ahora, ni en la terminal ni en el resto de los sitios urbanos por los que pasaban, ellos parecían ser importantes para las personas que quedaban al costado de las vías. Y de hecho era correcta la apreciación del hombre; iban en uno de tantos trenes que tan solo en ese día partirían hacia lo que los porteños habitantes de Buenos Aires llamaban “el interior”, dando por sentado que eran ellos la puerta de ingreso de Argentina, siendo el resto del país un lugar al cual se podría acceder casi exclusivamente atravesando esa entrada portuaria que era la ciudad capital.
Una vez dejada atrás la zona urbana, el tren comenzó a atravesar interminables campos que, para esa época del año, estaban sembrados con maíz. Costó al campesino en un primer momento identificar de qué se trataban las plantaciones, a pesar de que en su pueblo natal había también sembradíos de ese cereal. Pero es que la magnitud de esa imagen, de campos en los que el sol se reflejaba en los ojos de los viajeros casi hasta quemarles la vista, mientras el viento movía las plantas suavemente, era algo que ni
de cerca había observado el obrero en los sembradíos españoles; eran las plantaciones de su pueblo mucho más pequeñas y más discontinuas, y era su espalda y no sus ojos quien apuntaba al sol en esas interminables jornadas cuando conseguía Rafael trabajo en la cosecha. Distinto era ahora, en la que él era solo un observador de la inmensidad de los campos fértiles de la región que rodeaba a ese puerto del que se alejaban más a cada minuto.
Eloísa observó a su esposo obnubilado, e interrumpió su letargo con una simple pregunta:
–¿A dónde vuela su mente, Rafael, si es que se puede saber?
–Si tan solo hubiéramos tenido a disposición una pequeñísima parte de este alimento, jamás deberíamos haber abandonado a nuestros padres para embarcarnos a vaya uno a saber a dónde es que vamos.
No éramos los dueños de las mazorcas en nuestro país, pero tampoco lo somos de las argentinas que mira por la ventanilla, por eso nos vinimos; para buscar una tierra en la que nos dejen tener nuestra propia comida, fruto del trabajo, sin tener que andar mendigándole nada a nadie.
–Sí, Eloísa, es así como usted me dice, ¿pero… por qué tan lejos de nuestro pueblo?
–Le voy a decir unas palabras que escuché por ahí, así es que no vaya a decir después que son ideas mías: mi pueblo va a ser ese lugar en el que puedan comer mis hijos; y ningún otro sitio.
–“El lugar en el que coman mis hijos” –se repitió Rafael convencido de la maravillosa verdad que acababa de brindarle su amada –así será entonces. Buscaremos ese pueblo que le dé de comer a nuestros hijos, hasta que tengan la edad suficiente para irse a buscar su propio destino en donde sea que la vida los lleve. Que así sea.
El tren continuó su camino con rumbo oeste, perdiendo su carrera contra el sol que iba en la misma dirección. Los campos sembrados dejaron lugar a otros con grandes cantidades de vacas, y finalmente se convirtieron en una tierra árida, rocosa, tan parecida a la tierra originaria de los viajeros que daba miedo. Al frente, se empezó a divisar cada vez con mayor precisión la cordillera de los Andes, que crecía a cada momento, hasta llegar al punto en el que pensaron que iban a terminar chocando contra las montañas si es que la máquina no frenaba a tiempo.
Varias veces paró la formación a lo largo de los casi mil kilómetros que separaban al puerto de Buenos Aires de Mendoza, para rellenar sus tanques de agua y para subir o bajar a algún circunstancial pasajero; aunque el grueso de la gente continuaba siendo la misma que se había subido en la ciudad inicial del viaje, y siguieron en su gran mayoría hasta el final del recorrido, para convertirse, quizá por el resto de sus vidas, en habitantes de esa provincia al pie de los Andes