El té misionero: ¿También camino al ocaso?

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Por Alberto Tomás Ré – Especial para La Voz Disruptiva

Como ocurrió con el tung o la citricultura, el té parece encaminarse hacia un final anunciado. Caída de exportaciones, costos insostenibles y falta de políticas públicas empujan a los pequeños productores a abandonar una actividad que supo ser símbolo del desarrollo misionero.

Con cada nuevo ciclo productivo, los testimonios que emergen desde las chacras tealeras de Misiones repiten una misma realidad: la de una economía regional que fue bandera de desarrollo y que hoy apenas sobrevive, sin norte claro ni políticas que le marquen un rumbo.


La cosecha de té 2025 terminó con 45 días de anticipación, como ya había ocurrido en 2024. En esta oportunidad, se sumaron factores climáticos adversos, plagas persistentes como el ácaro, la caída de los precios internacionales y el estancamiento de la demanda, especialmente del mercado estadounidense que absorbe el 70% de las exportaciones argentinas.
Según datos del sector -no oficiales-, la producción cayó entre un 30 y un 40%. A los problemas ya enumerados, se sumó un fenómeno más letal y difícil de solucionar: una comprometida competitividad externa. Ante todo ello, los industriales se vieron obligados a parar antes de lo habitual, dejando a cientos de trabajadores sin tareas y a los productores sin ingresos. El saldo perjudicó a todos: industriales con pocas ventas, ingresos deprimidos y una sensación generalizada de estar retrocediendo.

En septiembre de 2024, la Comisión Provincial del Té (COPROTÉ) celebraba la fijación del precio de inicio de zafra en $80 el kilo, destacando “el diálogo y la previsibilidad”. Nueve meses después, lo que prevalece es la resignación. El propio ministro del Agro Facundo Sartori, advertía entonces que se necesitaban condiciones climáticas y de mercado favorables. No hubo ninguna de las dos. Tampoco, capacidad estatal para contener una tormenta que lleva más de dos décadas de desgaste.

Estamos trabajando para vivir”, decía Darío Schauer, productor tealero, en marzo de este año. Y lo decía con décadas de experiencia encima, con maquinaria de los años ’60, sin posibilidad de reinversión y con una mano de obra que migra hacia Brasil o Paraguay. La reconversión, como solución teórica, también es inviable: arrancar una hectárea de té y preparar el suelo para otra cosa cuesta más de tres millones de pesos. Muchos optan por el herbicida como solución de emergencia. Una metáfora cruda de la situación: matar el té para sobrevivir.

El relato de Cristian Klingbeil, productor de la zona centro, es elocuente: producir cuesta más que lo que el mercado está dispuesto a pagar. El precio mínimo fijado por la COPROTÉ ($80 por kilo de hoja verde) no se cumplió en muchas operaciones, y los costos, especialmente el combustible y la energía, hacen inviable la rentabilidad de los pequeños y medianos productores. “Estoy en duda si sigo”, confiesa con la crudeza de quien ya ha visto cerrar varios emprendimientos a su alrededor y reemplazar el té por otro tipo de cultivo (últimamente por yerba mate).

Las estadísticas no mienten. El 92% del té argentino se destina a exportación y el 70% de ese total va a Estados Unidos. Cuando se hagan los números finales del 2025, las ventas caerán al menos un 15% respecto de un año normal, según estimaciones privadas. Mientras tanto, el precio internacional del té sigue bajando, presionado por gigantes productores como India, Kenia y Sri Lanka, que operan con mano de obra barata y facilidades estatales.

Frente a ese panorama, la esperanza del sector parece resumirse en una sola palabra: devaluación. En cada entrevista, en cada declaración, resuena el mismo pedido: se necesita un “dólar competitivo”. Y la expectativa de una devaluación aparece como la única salida para recomponer ingresos en una economía fuertemente dolarizada en sus costos y castigada por -lo que suponen- una moneda local apreciada. “Para igualar condiciones con diciembre de 2023, necesitaríamos un dólar a $1.500”, estimó Klingbeil. Una solución que más que estructural, parece mágica.

Mientras tanto, el Estado se limita a acompañar con gestos mínimos: subsidios de fertilizantes o de electricidad que, según los propios productores, no alcanzan ni para cubrir los costos, mucho menos para reinvertir. No hay programas de reconversión, ni un plan estratégico, ni siquiera un diagnóstico oficial sobre las causas del retroceso sostenido de una economía regional que durante años sostuvo empleo, divisas y cultura productiva.

El fenómeno no es nuevo. Las primeras luces de alerta, encendidas hace más de una década, fueron sistemáticamente ignoradas. El té dejó de ser prioridad en la agenda pública. Hoy, su lugar lo ocupa apenas un casillero más en las estadísticas agrícolas, sin diagnósticos serios ni estrategias sostenidas. La COPROTÉ, que había sido una herramienta interesante de concertación, apenas logra garantizar la formalidad del inicio de zafra. Nada dice sobre qué hacer con una economía estructuralmente quebrada y sin rumbo.

La salida que algunos sugieren —una fuerte devaluación del peso para ganar competitividad externa— no solo es incierta y coyuntural, sino que no resuelve el fondo del problema: un modelo agroexportador sin respaldo técnico, sin innovación, sin inversión estatal ni privada y sin recambio generacional.

Sin un rumbo estratégico, con una COPROTÉ cada vez más testimonial y un Estado provincial que no incide en el fondo del problema, la actividad se apaga en silencio. Como ocurrió con el tung o ahora está pasando con los cítricos, son muestras de restos productivos que evocan una época perdida, el té misionero podría estar entrando —sin dramatismo, pero sin pausa— en su ocaso.

El paralelismo con otras actividades que marcaron época en Misiones -el tung hoy desaparecido- y la citricultura -apenas sobreviviendo- es inevitable. Ambas decayeron casi sin resistencia, la citricultura incluso a pesar de las cuantiosas inversiones en plantas industriales, que pagó todo el país con los dineros del Fondo Especial del Tabaco (FET). ¿Corre el té el mismo destino?

Mientras algunos productores experimentan con alternativas como la palta o el turismo rural, o ahora se habla del café, muchos otros no tienen opción. Eliminar una plantación de té implica un costo económico y ambiental altísimo.
Lo que se diluye con la caída del té no es solo una economía: es una cultura de trabajo, una identidad rural, un entramado social que se construyó durante generaciones.

Así muere el té misionero: sin gritos, sin titulares, sin duelo.

Fuente: La Voz Disruptiva y Medios digitales