Difícil encontrar en el mundo de los vivos a personas que recuerden aquella vez que el Descabezado alteró la cotidianeidad de quienes habitaban en el sur mendocino; pero hay relatos escritos que ayudan a imaginarlo. El presente texto es una pequeña parte de la novela “Los Herederos del Nuevo Siglo”.
Como siempre que llegaba, el otoño estaba poniendo a los habitantes de Mendoza con el alma hecha un niño. Apenas había pasado algo más de un año desde que el primer golpe de estado cortara los sueños de democracia eterna en la Argentina, cuando el volcán Quizapú, una boca secundaria del denominado “Descabezado grande”, empezó a sacudirse. El cerro, desde hacía ya más tiempo del que las memorias de los habitantes pudieran recordar, pasaba sus días plácidamente en la cordillera de los Andes, un poco al oeste de la provincia de Mendoza; pero esa mañana de domingo, y ajeno a las problemáticas humanas, el planeta se despertó con ganas de poner a las personas en su lugar de simples y pequeños seres, recordándoles que solo participan de la historia del universo como circunstanciales y diminutos ocupantes de una minúscula porción del espacio y del tiempo.
El volcán Descabezado, aquel ya lejano domingo de abril, hizo honor a su nombre y por el hueco de alrededor de medio kilómetro de diámetro que podría decirse que tenía entre los hombros, comenzó a lanzar al aire no solo columnas de humo espeso, sino también cenizas y rocas varias, entre ellas obsidiana, esta última conocida entre los lugareños como “vidrio volcánico”; las piedras de obsidiana, rocas negras y brillantes de composición similar al granito, bien pueden ser utilizadas para adornar una mesa o para volar una cabeza, dependiendo de si están en reposo y a temperatura ambiente, o en movimiento continuo hacia algún cráneo y en estado de incandescencia, que era la forma más probable en la que alguien podía encontrarse a esos bloques si osaba acercarse a la erupción. El cerro del cual fluían estos elementos, ubicado en uno de los extremos del denominado “Cinturón de Fuego del Pacífico”, que rodea al nombrado océano recorriendo toda la costa oeste de América, pasando por las islas del este asiático y terminando en los archipiélagos de Oceanía, daba en esa mañana de domingo un espectáculo digno de los mejores relatos bíblicos del Apocalipsis.
Aunque, en definitiva, y si la erupción hubiera podido ser observada desde el pie de la montaña por un ser inmortal al que nada le importara el resto de la humanidad, el espectáculo claramente habría sido para ese individuo una situación maravillosa. Los sonidos de tonos graves, gruesos, como de tambor sonando a un volumen ensordecedor, habrían golpeado al pecho de ese observador haciéndolo temblar violentamente. La tierra abriéndose continuamente en grietas, dejaría solo una profundidad de fondo inescrutable a sus pies, en medio de lo que hasta hacía tan solo unos minutos habían sido dos sitios contiguos; ríos de lava bajarían a través de las laderas de la montaña, vertiendo magma como un conjunto gelatinoso y caliente, muy caliente, de metales derretidos mutando del rojo al naranja y de este al amarillo, con reflejos brillantes, enceguecedores, y una luz que de cerca se podría definir como más fuerte que la del mismísimo sol. El calor de esa vorágine pegaría en el rostro del observador eterno, sin llegar a quemarlo por obra y gracia de su inmortalidad, pero sofocándolo casi hasta la asfixia. Sobre el volcán, mientras tanto, la mezcla en el aire de materiales varios, entre ellos elementos metálicos, vidrios, cenizas y vapores, lanzados violentamente por encima del cráter, crearían truenos y relámpagos simultáneos descargando las corrientes estáticas que se acababan de
producir y que segundos después volverían a generarse y descargarse en otro nuevo rayo de luz y sonido, aturdiendo hasta el hartazgo al observador, mostrándose todo el conjunto sobre un fondo oscuro, demarcado por la nube negra originada por la misma erupción, pero iluminando violentamente con cada una de esas descargas, mostrando a la vista un cielo raro y único, que nada recordaría ya de la claridad con la que había amanecido hacía tan solo un par de horas atrás.
Pablo Gomez